Colapso psiquiátrico

El caso del enfermo mental José Dorángel Vargas, presunto homicida y antropófago, irresponsablemente convertido en hazmerreír de la ciudadanía por las autoridades policiales que lo detuvieron, aunado al trato exagerado dado al caso por algunos medios de comunicación, al menos ha servido para poner en evidencia la indolencia oficial en este campo y la patética situación en que son mantenidas centenares de personas recluidas en instituciones siquiátricas a cargo del Estado o, al menos, subsidiadas con dineros del presupuesto nacional.

Lo ocurrido con el llamado "come gente del Táchira", presentado ante los medios para que explicara sus peculiares gustos gastronómicos (carne de hombre más que de mujer con preferencia por ciertas partes o cortes) permite conocer hasta qué punto el desquiciamiento de alguien puede arruinar y desarticular todo su entorno social y familiar, y convertirlo en amenaza pública para una comunidad entera, sin que funcione efectivamente uno solo de los mecanismos oficiales diseñados para atender y tratar este tipo de conducta, lo que hubiera permitido no sólo mantener bajo cuidado al paciente sino brindarle protección al resto de la ciudadanía que vivía a su alrededor, que de hecho corría un peligro inmediato.

El seguimiento hecho a José Dorángel Vargas revela una deficiente asistencia médica, si es que se puede hablar de "asistencia" de ese tipo en las colonias siquiátricas como la de Peribeca, dónde estuvo recluido, y también notorias fallas judiciales y policiales, sólo atribuibles a la insensibilidad de los funcionarios que hicieron posible la permanencia en la calle de un esquizofrénico con innumerables antecedentes de peligrosidad, como pudo descubrirse poco después al avanzar las investigaciones.

De hecho, ahora cuando el enfermo ha alcanzado una cierta "notoriedad" gracias a sus dislates, han caído sucesivamente en contradicciones tanto el tribunal responsable de la decisión que lo puso en libertad, en junio de 1997, como las autoridades del penal donde se encontraba recluido y los directivos del centro siquiátrico donde supuestamente debió ser internado. Toda una cadena de irresponsabilidades en la cual no se sabe quién, en verdad, carece de juicio, si el paciente en cuestión o los funcionarios públicos que estuvieron encargados de su tratamiento y custodia.

Pero al margen de culpas y disculpas sobre este caso, hay que denunciar también el dantesco espectáculo que ofrecen las colonias siquiátricas del país, sean públicas o privadas, todas bajo la supervisión y control de Sanidad, organismo del cual reciben presupuesto, subsidios o ayudas provenientes del tesoro nacional.

En la colonia de Anare, en el litoral central, ha sido costumbre, a lo largo de muchos años, que dejen escapar a los pacientes (que lo son y mucho), porque se irán "derechitos" a sus casas y de allí los devolverán, aunque todos saben que muchos de ellos pueden constituir un peligro para quienes se los topen en el camino. En otras colonias del interior, con sobrepoblación de personas recluidas, se ha denunciado que supuestamente sueltan a los más problemáticos en las carreteras, generalmente de noche, para que los atropellen. Sobre estas prácticas y otras igualmente espeluznantes, circula numerosa información, por supuesto extraoficial, tanto en los propios centros de reclusión como entre el gremio de siquiatras.

Hay en el país nueve colonias siquiátricas privadas que operan con aportes, generalmente menguados y absolutamente insuficientes (2.300 bolívares diarios por persona), del Ministerio de Sanidad. Estas colonias se han convertido en simples depósitos de pacientes, donde es muy poco lo que puede hacerse y prácticamente nada lo que se hace: entrar en ellas provoca náuseas hasta a los propios médicos. Por otra parte, Sanidad mantiene (es un decir) el Hospital Siquiátrico de Bárbula, tan anacrónico y con tantos problemas -si es que no hay más- como las colonias. No son mucho mejores las instalaciones que posee el IVSS en Sebucán, donde se reciben casos agudos momentáneamente.

Así las cosas, no es exagerado afirmar que los enfermos mentales parecen estar mejor en la calle, hurgando en los basureros, junto al resto de los menesterosos que nunca ha recibido beneficios del petróleo, sea éste caro o barato. El trato digno (social, profesional y humanitario) que se merecen como personas que pueden ser rehabilitadas o, en todo caso, aliviadas en sus padeceres mentales, jamás lo han tenido aunque sea su justo derecho. Se les ha relegado a la burla y al olvido.

El Nacional-Online, 15 de marzo de 1999